domingo, septiembre 13, 2009

Yo tengo un gran amigo en Facebook llamado Pijus Magníficus

6dedosgordosdelpie ha MORIDO, hamigos. Tanto él como Berto Zárate. A lo mejor ustedes no se acuerdan de quién era Berto Zárate. Berto Zárate era, en teoría, la identidad oculta tras el disfraz de 6dedos. Y digo en teoría porque detrás del disfraz no había ninguna BERDAD BERDADERA, no: detrás del disfraz había un maniquí. Pues bien, el maniquí ha MORIDO también. Todos MORIDOS. Bien está.

Sobre sus fabulosas andanzas (tanto las de 6D como las de Berto)... eran todo una excelsa mentira. Faltaría más. Tampoco va a dar bola este emisario (el que escribe no es más que eso) a patrañas y rumores que circulan por ahí como, por ejemplo, que el autor del blog no sólo no es un reput(e)ado periodista, sino que aún encima empezó a escribir aquí cuando aún no tenía en su haber el graduado escolar.

No va dar bola al bulo, insisto, el que suscribe: el autor de este blog JAMÁS tuvo en su haber el graduado escolar.

(Quisiera matizar una cosa. Mis mayúsculas no son histéricas: mis mayúsculas son enfáticas. Matizado está.)

Disfruta ahora el autor excretando genialidades en otras cloacas más globales.

En cuanto a los que siguen pululando por aquí (clones, en su mayoría): dejadle vivir, como dijo Ortega Cano, y si le queréis, IRSE, como dijo Lola Flores.

HADIÓS

viernes, noviembre 21, 2008

Documentos Impactantes: hoy, ¡Hitler!


[Hace veinte años trabajé como biógrafo de celebridades en un proyecto editorial secreto perpetrado por la revista Época, la casa de Alba y la militancia base del Partido Comunista. El proyecto no salió adelante por culpa del boicot de la Iglesia Católica y Felipe González, dos de mis más poderosos archienemigos, y yo me quedé con una apasionante biografía de Adolfo Hitler a medio hacer. (Más tarde una cosa llamada Wikipedia nos plagiaría el formato, pero ésa es otra historia.) Aprovecho la cualidad que este blog tiene de trituradora de basuras para recuperar dicho trabajo, aquí y ahora, con el orgásmico beneplácito de mis lectores y, sobre todo, de mis lectoras. Ahí va.]

* * *

Adolfo Hitler era un tipo simpatiquísimo de los años treinta o por ahí (la época de los sombreros) que se ganaba la vida contando chistes en los casinos hasta que un día, de buenas a primeras, se vio metido en política por culpa de unos atorrantes y terminó haciéndose fascista, que entonces era la moda, como ahora es bailar el chiki chiki o colgarse pendientes en la punta del navo.

En realidad Hitler era un pobre incomprendido con ideas modernas y muy chachis para su país, Alemania, por entonces muy mal vista en las europas por culpa de una guerra que se montó a principios de siglo con toda la razón del mundo. Así, lo único que le tenían a Hitler era rencor, pues era apuesto y tenía labia, y eso creaba conjura entre las europas, que ya hemos dicho eran caldo de cultivo para el odio y la henvidia en la época de los sombreros.

Hitler era ligeramente conservador, y no veía con buenos ojos que la mujer vistiera conjuntos atrevidos ni que trabajara fuera de casa; por lo general odiaba a bastante gente y tenía ciertas paranoias que le hacían ser mala persona, así de aquella manera, a ratos y como consecuencia de la rabia que le tenía el mundo por ser tan popular (Führer, en alemán, todo el mundo sabe que significa "el más popular"). En esos malos ratos se dedicaba a ponerse furioso dando golpes en las mesas e invadiendo países pobres, para recelo de aquellos que conjuraban contra él en secreto porque no tenían los co-jo-nes de decirle las cosas a la cara. Quitando esto, podría decirse que era un tío bastante progre, campechano e incluso agradable en el trato personal que contaba chistes verdes de monjas y tenía éxito entre las mujeres.

El Estado según Adolfo



Hitler, de picnic
Hitler, de picnic

Política social

La política social de Hitler consistía básicamente en liquidar judíos y acabar con el paro, lo cual dio enormes satisfacciones al pueblo alemán de entonces, que estaba encantado de la vida y se podía pasar horas bebiendo cerveza en los bares y tomando aperitivos, sin preocuparse de que les atacara un impuro o despidiesen del trabajo: todo era tan perfecto que la productividad laboral funcionaba sola, automáticamente, como las lavadoras o el sistema digestivo. Además de los judíos, Hitler también la tenía tomada con los gitanos, a quienes consideraba un pueblo regular que se pasaba el día pidiendo y tocando la pandereta; eso a Hitler, claro, no le gustaba nada, porque él era un tipo serio tirando a circunspecto que no aceptaba frivolidades como esas en una sociedad moderna como la alemana, obligada a ser productiva y funcional. De esta forma, acabó con unos cuantos miles de gitanos por pragmatismo, más que nada, y la cosa le fue muy bien porque nadie protestó.

Política económica

La política económica de Hitler consistía básicamente en quemar judíos en el horno, pues Hitler era todo un cocinitas e ideó sistemas (la mar de complejos) para guisar judíos y convertirlos en jabón, lo cual ahorraba considerables gastos en la producción de este higiénico utensilio, aunque también erosionaba la economía nacional por las jugosas ganancias que los judíos reportaban al país gracias su milenaria tradición en la usura, el prestamismo y el comercio, para lo que eran bastante dados, y en eso Hitler no fue muy listo, porque la usura daba sus cuartos, y en este caso se dejó llevar más por el corazón que por la cabeza, según opinan historiadores tan reputados como los hermanos Gore y César Vidal, que son siameses separados de toda la vida de Dios.

Política exterior

La política exterior de Hitler consistía básicamente en liquidar judíos y hacer ver a un conjunto reducido de países arrogantes que eran más alemanes de lo que ellos creían, entrando con didácticos tanques y ejércitos en sus territorios para enseñárselo con claridad, y es que ya se sabe que este mundo tan terco la letra con sangre entra, y en ese plan.

Lo que es la guerra


La guerra, lo que es la guerra, fue más bien una travesura, lo que pasa es que Europa se lo tomó a la tremenda, porque Europa no tiene sentido del humor ni lo tendrá nunca. Invadir Polonia, para Hitler, fue como para ti hacerte una de esas fotos que te sacan por las noches abrazado a una camarera secsi o algún otro elemento ornamental nocturno cuando sales con la muchachada; de igual modo, la desmedida reacción de los países gordos de la Unión supuso para Alemania idéntica sorpresa que la que te llevas cuando tu señora te grita reproches criminales por dejarte sacar cuatro fotos inofensivas al lado de una periquita.

Hamistades (aliados)


Italia
Haciendo risas
De parranda

Italia, en la época de los sombreros, era un régimen fascista dirigido por un señor calvo con pinta de roca que comía muchos espagueti. El señor calvo y Hitler hicieron migas desde el principio, aunque al primero le diera por tomar el bando equivocado en la Guerra en un inicio algo confuso que enseguida se resolvió cuando sus pretensiones de conquista en África requirieron de la ayuda del segundo para echar a unos cuantos morenos de su casa.

Paquito

Hitler y Paquito, para ser fascistas los dos, no se llevaban muy bien. Tampoco es que se cayesen gordo ni que tuvieran políticas incompatibles. Simplemente, la relación entre ambos era fría, distante, algo que evidenció el encuentro organizado en Hendaya ante las entusiastas cámaras del NO-DO, donde ni uno ni otro tenían mucho que contarse y se pasaron todo el tiempo dando sorbos de café y haciendo ritmos impacientes con los dedos en la mesa. Nos consta que Paquito intentó un acercamiento hablando de fútbol y pantanos, pero ni Hitler sabía lo que era un pantano ni era muy aficionado al Real Madrid, por lo que la cosa se quedó como estaba y nunca más volvieron a llamarse. (Y esto sin contar que Hitler consideraba a la señora de Paquito una hortera llena de collares con el culo contrahecho y la nariz judía.)

Japón

Hitler consideraba a los japoneses bastante arios para ser amarillos como eran, y por eso les dio una oportunidad y permitió formar parte de su bando con la condición de que no tomaran confianzas y llamaran a casa más tarde de las nueve para contar cotilleos. De paso, hacían pinza contra los rojos y puteaban a los chinitos de Manchuria, donde los japoneses apuñalaban a las embarazadas en la barriga para que no pudieran tener bebés, y tiraban pepinos en territorios neutrales como Estados Unidos. Una fiesta, vamos. Ahora en Japón ya nadie se acuerda de Hitler.

Argentina

Imperio Argentina fue la gran aliada de Hitler; sabemos que, festiva, le bailaba encima de la mesa con las faldas al aire dejando que éste rechupeteara de sus pies descalzos el dedo gordo del pie, cosa que le escitaba un mogollón y provocaba gran dicha; también que era la folclórica favorita del III Reich y que hubo rumores de boda entre ambos. Sobre esta historia de hamor se filmó una película horrible dirigida por un vagabundo estrábico de barba gris y protagonizada por la novia de Javier Bardem, un Jorge Sanz que hacía de chulapa con su habitual naturalidad y Santiago Segura en el clásico papel de mariquita.

Henemistades (los de la pinza)


No soportaban su éxito
No soportaban su éxito
Hitler tuvo muchos enemigos, como Indiana Jones o el Trío Calaveras (formado por comunistas, yanquis y británicos). La causa de estos enfrentamientos aparentemente incomprensibles, ya se ha dicho, es la tozudez y la henvidia (sobre todo la henvidia) de los países henemigos.

URSS

Los rusos eran unos cabrones que le hicieron la puñeta a Hitler pactando cosas con él mientras a sus espaldas compraban balas y le hacían burla con la lengua. Este pueblo estaba liderado por un señor egomaníaco llamado Stalin, que fue quien se inventó el rumor (falaz) de que la desconfianza de Hitler con los judíos provenía de la leyenda que aseveraba que éstos tenían el pito grande en relación proporcional con el tamaño de su nariz, cosa que acomplejaba a Hitler y le enfadaba un huevo. Todo era mentira, como se ha dicho, pero el rumor caló en las europas, que a partir de entonces señalaron a Hitler con ojos divertidos y dejaron de tomarle en serio con sus ideas. Los rusos, durante la guerra, utilizaron la táctica de ir hacia atrás como los cangrejos para que los alemanes cogieran resfriados y murieran; fue ésta una táctica miserable y ventajista que aún hoy es recordada como uno de los ejemplos más sangrantes de juego sucio en la historia de las batallitas.

Los yanquis

Los yanquis con Hitler se llevaban regular: no entendían su manía con la limpieza étnica ni los conflictos territoriales que provocaba, y lo consideraban algo marrullero. A pesar de esto, no entraron en la Guerra hasta que a unos japoneses despistados y algo impertinentes les dio por tirar pepinos encima de un puerto suyo. En consecuencia, los yanquis (que son como orgullosos y malpensados), se lo tomaron todo a pecho, llevándolo a lo personal, y decidieron entrar en la Guerra haciéndose los héroes y los demócratas, cosa ridícula donde las haya. La decisión de entrar en la Guerra la tomó un tullido llamado Roosvelt, que al parecer era muy amado entre la gente de allí, hasta el punto de permitírsele sobrepasar el límite de dos legislaturas en el poder. De hecho, el hombre era tan amado que incluso le hubieran reelegido mil veces, de no ser porque su tullidez no daba para más y acabó por obligarle a retirarse antes de tiempo.

Inglaterra

Inglaterra, en la época de los sombreros, estaba presidida por un gordo fumador llamado Churchil que era bastante cretino y tenía un loro, longevo, al que años más tarde descubrieron diciendo palabrotas contra Hitler, seguramente aprendidas durante los delirium tremens de su malhablado dueño.

El trío calaveras
El trío calaveras

La conferencia de Yalta

La conferencia de Yalta fue una pantomima que se montaron los enemigos de Hitler para demostrar que eran muy guays, ellos, y que podían hacer pinza contra su régimen del terror (cosa que nadie se creía). Asistieron a ella Churchil, Roosvelt y Stalin, o sea, el Trío Calaveras, y durante el tiempo que estuvieron reunidos se dedicaron principalmente a contar chistes y maldades sobre Hitler, y a hacer crueles imitaciones de su persona donde lo caricaturizaban como si fuese un tonteque de esos que venden cupones en las esquinas y hablan lento y con un ojo a la virulé. Aparte de esto, fumaron unos cuantos puros y fingieron saber jugar al poker. Como todo el mundo sabe, la conferencia de Yalta fue un teatro gratuito que únicamente sirvió para exhibirse ante los medios y desprestigiar a un adversario infinitamente más carismático y bello que sus ruines protagonistas.


Discursicos



domingo, octubre 26, 2008

Desmitificando la crisis


Cada vez que un país, continente o planeta atraviesa una crisis económica de consecuencias graves, el cretinismo de las masas se expresa con desaforada elocuencia en pos de hallar una solución a sus problemas primermundistas sin pasar demasiado por encima a los indigentes, los amotinadores del lumpemproletariado y los hambrientos tercermundistas, que al final han de ser siempre los que paguen los platos rotos de la gente rica de monóculo, pantuflas, bigote engrasado y frac.

Yo creo que la crisis no es para tanto, pero sobre todo que es de fácil solución. Mientras Estados Unidos pasa del liberalismo salvaje en busca de un socialismo urgente y descafeinado para activar la máquina de nuevo y los chinos se ponen avaros he tenido tiempo de anotar en mi bloc cuadriculado de periodista unas cuantas reflexiones que sin duda pondrían fin a este dislate macroeconómico que estamos viviendo con tedio, ignorancia y, un poquito también, con los cojones en la garganta, en menos que canta un gallo. Algunos dementes están aprovechando la crisis para hacer una radiografía crítica del sistema y determinar que el capitalismo está en decadencia y que hay que cambiarlo (atención) por un renovado ciclo comunista internacional. Son locos los que defienden esta simpática atrocidad, cierto, pero no deja de ser sintomático que el argumentario ideológico/económico de los analistas y expertos de todas las tendencias sea tan escueto como para obligarnos a incurrir, una y otra vez, en los mismos errores del pasado.

No acaban de entender estos genios que tanto capitalismo como comunismo son dos retales económico/sociopolíticos que no acaban de arreglar el mundo, y que por lo tanto hay que cambiarlos. Lo que propongo, pues, es una revolución plagiada de los clásicos, una revolución-llamémosla-neorromántica, donde no quepa la violencia ni el odio ni el resentimiento. Una revolución elegante, lo que se dice una pera en dulce de revolución. Para llevar a la práctica esta utopía convendría dividir el mundo en dos equipos tradicionalmente conocidos como poderosos y sometidos: los poderosos serían los ricos, y sus primos hermanos los ricos de espíritu; mientras que los sometidos serían los pobres e insensibles en general. Como no podía ser de otra forma, la revolución empezaría como se empiezan las empresas universales, o sea de abajo a arriba, o sea estilo bragueta. De este modo, si los pobres fuesen verdaderamente románticos (lástima que no lo sean) se pondría llevar a cabo el siguiente sueño dorado: que todos los pobres del Planeta Tierra se pusieran de acuerdo para suicidarse el mismo día y a la misma hora. Una vez hubieran desaparecido todos, veríamos a los ricos obligados a sachar el campo, a arar, a ganarse el pan con el sudor de su frente, a fregar, en fin, a todo.

Las ventajas de la revolución que propongo son contundentemente obvias: libraríamos a la sociedad internacional de unos cuantos miles de millones de seres infelices y el equilibrio de la honradez del trabajo físico y las nobles aspiraciones comunes relucirían como un Sol Imperial. Y sin violencia ni odio ni resentimiento. Elegantemente: como quien no quiere la cosa.

domingo, octubre 19, 2008

Memoria sentimental del ritmo

Tengo predilección por el ritmo, no lo voy a negar. Es algo que me obsesiona por culpa de mi capacidad de observación, y he de decir que dado el cariz contemplativo que ha tomado mi existencia en los últimos años bien podríamos asegurar que la observación se ha convertido en parte fundamental de la misma. Porque en la observación está el ritmo. El ritmo como partitura de la vida, el arte y sus miserias y barbaridades. Bum, bum, bum; no sé: ritmo.

Pero vayamos cronológicamente. Lo primero que uno recuerda siempre son las viejecitas. Las viejecitas —y sus casas— suponen gran parte del paisaje cardinal de los niños cuando aún no son más que pequeños observadores que ríen, lloran, aplauden o refunfuñan según cómo reaccione su engranaje emocional ante las monstruosidades cotidianas que registran merced a su avidez por la observación. Las viejecitas tienen una cadencia extraterrestre; todo en ellas me fascinaba, para bien y para mal, desde su pegajoso masticar a su forma de recorrer los pasillos, similar a la de un dinosaurio escuchimizado. El ritmo de las viejecitas es un ritmo lento, deleitoso. Para el niño inexperto, el joven observador, un buen rato en casa de su abuela es sinónimo de clase magistral de desarrollo del placer, mientras que un mal rato equivale a un anticipo del infierno, una especie de hoguera familiar. ¿Y por qué?: porque el ritmo de las viejecitas introduce al niño en una dimensión paralela donde la paciencia envuelve todas las particularidades de la vida como una telaraña. Descubrir a las viejecitas cuando eres un retoño es algo parecido a descubrir el cine de terror japonés cuando eres un pretencioso espectador de festivales de cine: a partir de entonces, lo ves todo desde otra perspectiva, desarrollando una autodefensa insomne al aburrimiento y una capacidad resignada para buscar entretenimiento, magia o estilo en lo que toda la vida se ha entendido como profundo sopor. El ritmo, o sea, y sus matices.

Hemos hablado de las viejecitas, de las personas. Hablemos ahora de las cosas. Hay un montón de objetos relacionados con la infancia que, educados en un ritmo específico, sobredimensionaban los límites del placer durante los años más fértiles de su instrucción. Tal es el columpio, que con su balanceo fue capaz de adelantarnos un resorte prohibitivo del goce devaluado con el paso del tiempo en esa cosa que hemos dado en llamar adrenalina sexual. Columpiándote se te forma un nudo en el estómago cuyo comportamiento dentro de los límites sensoriales del placer en nuestro cuerpo es difícil de explicar. A los niños de entonces se nos formaba un nudo en el estómago al columpiarnos en el columpio del mismo modo que a los adultos de hoy se nos forma cuando nos columpiamos a la vecina a espaldas de su marido. Esa adrenalina, identificada con la fruición más privada de nuestros instintos, proviene del ritmo, y cobra también formas extravagantes en los deportes de riesgo —puenting, paracaidismo—, la conducción temeraria o los estratégicos orgasmos del militar en el frente de guerra. Pero es todo ritmo, ritmo, ritmo. Bum, bum, bum. O bum, bum. O bum. Columpio, motor, balas. ¡Ritmo! (No me gustan las exclamaciones. Infartan los textos. Pero no he sido yo, que ha sido el ritmo. El ritmo que me lleva.)

La adolescencia. Lo cierto es que ya le tocaba. La adolescencia eran hostias a mejor precio, porque había una recompensa. La adolescencia era madurar, aprender a andar en bicicleta a base de estrepitosas caídas. Follábamos en la adolescencia. Y observábamos. No hay que olvidar ese cómputo: la observación. De ahí venía todo, incluido el sexo. Fuimos voyeaures antes que pollas. Simulábamos los polvos engrandeciendo el nombre de Onán, ¿y qué era aquello más que ritmo? La suma de los dos factores: ritmo y observación (primas, vecinas, madres). Luego venía la práctica. Ay, la práctica. Empezamos a follar con las chicas de nuestra clase, las pocas que no empezaban a follar con los chicos de las clases superiores. Había que romperlas; era muy violento. No había ritmo: sólo frustración. Luego cogíamos novia, y a esa novia nos la follábamos mucho, siempre que podíamos, a expensas de padres, vecinos y cuchicheos. Ahí te convertías en un profesor de energía; entendías el ritmo. Las chicas adolescentes no se cansan al follar. Y eso estaba muy bien porque tú tampoco te cansabas. Era exprimir el sexo, descubrir los citados matices del ritmo, amplificarte como ser humano por medio de un vehículo empírico hacia la extenuación personal. Más tarde te caías de la bici. Experimentabas, mentías, y llegabas a las de veinte, veintipico años. Ésas eran distintas. No seguían tu ritmo, y se dormían con la luz encendida. Eras buenas chicas, tú las querías. Pero no eran las de treinta/cuarenta. No. Sexualmente, ésas aunaban los mejor de cada una. Tenían el vigor de las adolescentes y la experiencia de las veinteañeras, que al final resultaban ser unas vagas. Las frágiles treintañeras solían venir de matrimonios ¿Qué era lo que necesitaban? ¿Qué era lo que buscaban en ti? Nada más y nada menos que un cambio de ritmo. El sexo a partir de los cuarenta es mejor no contarlo: se diría similar a El Padrino III: no es que sea peor que las anteriores entregas, pero es peor que las anteriores entregas, aunque nosotros lo resolvamos diciendo que es diferente: el sexo a partir de los cuarenta es igual: sólo un eufemismo. (Existe una degeneración del follar llamada 'sexo con amor'. Bien, esto es otra cosa. Hay un ritmo específico para el sexo con amor, que es múltiple y mutante, y que depende en gran medida del animal. En el sexo con amor no influyen las edades, teóricamente, hasta que dejan de influir, porque no todos los enamorados pueden follar siempre como si estuvieran enamorados. ¡Serían unos cerdos! De vez en cuando se salen del guión, y es ahí cuando las edades entran en juego. A veces, incluso, entran para quedarse definitivamente: pasa cuando el amor ha dejado de importar, o sea, cuando ya no se está enamorado. Cuando la culpa es de ellas.)

Vayamos al curro. En el curro todo es ritmo. Entiéndanlo: trabajo en redacciones. Grapadoras, traqueteos, ordenadores, fotocopiadoras. Y los folios. Cómo me gustan los folios. Ya sean limpios o rugosos, tradicionales o reciclados. Sólo si uno es capaz de abstraerse mientras trabaja puede leer entre líneas y adaptarse al ecosistema, porque adaptarse es coger el ritmo. Esto nos lleva al siguiente punto: las drogas. Las drogas ralentizan o aceleran el cuerpo y la mente y nos deforman humanamente para conseguir fines de sociabilidad o tenacidad laboral sorprendentes. La droga hace al lerdo más lerdo, al listo más listo y al bruto más bruto. Nos cambia la marcha, pero no el motor. Es un falso mezzoforte.

Hemos hablado de la vida: hablemos ahora del arte. La cultura se ha significado con histórica precisión a favor del ritmo. Para romper con un movimiento artístico es necesario dejarlo en bragas en pos de un nuevo estilo que epate al respetable, y para eso no hay nada mejor que el cambio, no hay nada mejor que el ritmo. Los antiguos eran contemplativos deficientes a los que el ritmo no les importaba un huevo, y como mucho esculpían a sus deidades en teatrales gesticulaciones de descacharrada viveza que quizá para algún despistado ofrecían sensación de movimiento, pero no son ni mucho menos un precedente a tener en cuenta. El ritmo empezó a ser arte con los medievales y sus guiñoles —muy listos, los medievales—, y sus endiabladas escenas de violencia hechas caricatura. Movimiento, ritmo, arte. Las pinturas, los cuadros, todo eso, ¡beh!, es arte para débiles. Los payasos, los mimos: los circos. Ahí empezaba a entender el ser humano la importancia de los silencios, las hostias y los cambios de ritmo (del monociclo al elefante); o lo que es lo mismo, a no confundir la velocidad con el tocino en el sentido más literal que se pueda aplicar a esta repelente frase.

Nos hemos saltado el teatro. Ha sido un olvido consciente. El teatro es literatura sobreactuada, y la literatura maneja el ritmo a través del estilo. Ha habido importantes estilistas del ritmo, e incluso escritores que felizmente cosificaban el ritmo, caso de Jack Kerouac. Capote dijo de On The Road que únicamente era mecanografía. Pero situémonos: ¿quién era Capote? Una víbora que aplaudía entusiasmada cuando Errol Flynt tocaba el piano con su polla. De esto podemos extraer que Capote era un frívolo imperturbable que no entendía de ritmo, sólo de gloria, fango y cigarrillos mentolados, ocupado como estaba revolviendo entre el hedonismo atormentado de su sórdido glamour. Mariquitas, ¡beh! No siguen el ritmo: ellos follan por el culo. Luego vino el cine. El cine es ritmo. Bum, bum, bum, acción, corten, positivar. ¿Han visto alguna peli de Howard Hawks, John Carpenter, Brian de Palma, Martin Scorsese? ¡¿Han visto alguna peli de Martin Scorsese?! Eso es ritmo. En la música no entro, porque yo no concibo la música si no es dentro de una película, ya sea real o ficticia, producto de mi imaginación o de la de otra mente enferma. Necesito poner imágenes a lo que escucho, identificarlo todo con retazos de mi vida o deseos primarios de inconfesable carácter depravado, y empastarlo todo en un puzzle sensorial que satisfaga mis instintos. Todo tiene que ver, como pueden comprobar, con el ritmo. Porque el ritmo lo es todo.

¿Todavía hay dudas? Normal. Las nuevas generaciones van a la palabra cruda, prescinden del ritmo, se simplifican en un prosaísmo sordo, como si el tener buen oído fuese una concesión al padre. Están engañados. Creen que ya tienen su ritmo. Creen que sobrevivirán a los correctores de estilo, reales o figurativos, que se encuentren por delante. Que permanecerán incólumes. Pero es todo una mentira gorda que se han creído por inocentes o por vanidosos; aún no saben que más pronto que tarde les estropearán el estilo, el ritmo, el amor y la vida, y ellos se quedarán tan sordos, mudos, ciegos y desnudos como cuando nacieron, sin nadie que les proteja ni les cure los fracasos, porque corren, cada vez más, tiempos cativos comos los de antes, y ellos lo ignoran, supongo que felices, supongo que vivos.

viernes, octubre 03, 2008

La desnudez


La desnudez como tal debe ser un invento de los curas, pues todo el mundo sabe gracias a ese macabro libro de aventuras llamado Biblia que Dios nos trajo al mundo desprovistos de ropa, con lo cual se deduce que la desnudez se inventó antes que la ropa y, por lo tanto, sin ropa uno está desnudo de la misma forma que no lo estaría en caso de que la ropa no existiese, o sea al principio de los tiempos, de forma que sin ropa no hay desnudez y viceversa, completando así un círculo vicioso similar al del yin y el yan, el bien y el mal, y haciéndonos comprender de un modo harto doloroso que la desnudez, originalmente, no era tal, sino que constituía la naturaleza original del hombre y hacía de nosotros animales libres, desprejuiciados y muy sexuales, al menos hasta que Eva la cagó comiendo manzanas prohibidas del árbol de la serpiente y condenándonos a pasar el resto de la existencia fuera del jardín del Edén (que por entonces era más elitista que el pazo de Meirás y Pachá juntos), donde sí hace frío y sí se necesita protección, es decir, abrigo, es decir, ropa, y donde se empezarían a crear los primeros pudores dando pie a la Iglesia para justificar, años más tarde, la escabrosidad de la desnudez con incontestables argumentos basados fundamentalmente en las amenazas y el terror, y la simbiosis emocional que los curas, de quienes sabemos son pérfidos además de frioleros, sintieron con el génesis bíblico y sus intríngulis de alcoba, esto es, para adoctrinar a la humanidad sobre el castigo divino al que el sexo opuesto está condenado por el resto de sus días como sanción por su imprudencia histórica al comer del árbol equivocado, pasando a la posteridad como objetos sexuales en manos de generaciones y generaciones de babosos ávidos por estampar su (alegórica) desnudez en elegantes pósteres colgados en las grasientas paredes de su taller de repuestos mecánicos favorito, al tiempo que en los púlpitos son denunciadas por los temibles curas, quienes por cierto gustan de vestir con divertidas faldas de reminiscencia estética claramente femenina (aquí debe haber algún rollo metafísico que se me escapa), en un gesto de desafío moral contradictorio que no debería extrañarnos a nosotros, los vestidos, pudorosos y miserables mortales de a pie, pues como ya hemos dicho los curas son los primeros sospechosos de publicitar la misma leyenda sobre la desnudez que hoy nos impide andar en bolas por la calle sin que nos llame la atención ningún burócrata de la autoridad civil con el cejo fruncido y la porra (la suya) tamborileando graciosamente en la callosa palma de su mano.

miércoles, septiembre 10, 2008

La verdad


La verdad está sobrevalorada. No hay más que echar un vistazo a los periódicos de la mañana para darse cuenta de que el montón de noticias que traen consigo estarían mucho mejor manipuladas, tanto en el caso de que se correspondiesen con los hechos de los que pretenden informar como si no, puesto que de estar manipuladas las noticias seguirían siendo igualmente mejorables debido a que en este país los rotativos tienden a hacerlo imitando a la verdad, a una verdad hipotética, ficticia, virtual, con el objetivo de convencer a sus lectores de que es una verdad contrastada, y ya hemos dicho al principio de este artículo que la verdad está sobrevalorada y por lo tanto no merece la pena luchar por ella ni por sus disfraces.

En las universidades insisten a los periodistas en que deben luchar por la verdad. Es algo que no entiendo: los profesores son unos irresponsables que abocan a sus alumnos a una vida profesional de infortunio en la que además de soportar el sudor de las redacciones, la cretinez de sus jefes y la indiferencia de los lectores se verán obligados a buscar la aburridísima verdad como un perro persiguiendo un autobús. Las universidades son un templo dogmático donde aprender un montón de reglas cuya única utilidad será la de apuntalar todavía más en nuestra conciencia que las reglas, o sea, sólo tienen un único cometido: violarlas. En ese aspecto sí podríamos asegurar que la universidad es una auténtica escuela de la vida. Pero pongamos un ejemplo sobre la insuficiencia de la verdad. Conocida es la cruzada que el periodista y profesor universitario Arcadi Espada defiende contra la retórica literaria en las informaciones periodísticas. Según él le verdad es suficiente y no precisa de adornos noveleros que hagan más atractiva la noticia. Por ello, ha dedicado buena parte de los últimos años a denunciar el incumplimiento de esta norma por parte de compañeros de la profesión en su blog personal, primero, y en el que actualmente mantiene alojado en El Mundo, después, cual chivato en pantalones cortos apuntando en la pizarra las gamberradas de sus amigos en ausencia de la maestra. El maestro de Arcadi Espada es el señor Pla (Josep), quien pasó a la historia de nuestra literatura por las anotaciones diarias sobre el periodismo y sus cotidianeidades y miserias en los cuadernos, grises y no tan grises, que Espada tiene hoy como su particular Biblia ética y estilística a aplicar en la vida y el trabajo. Pero hay un problema, o dos: Pla era un anciano catalán que vestía con boina y roía botas de vino, mientras que Espada es sólo un moralista; Pla nunca se tomó en serio a sí mismo, mientras que Espada se toma muy en serio a los dos, a sí mismo y a Pla; y etcétera. Leyendo los ambiguos y culebreantes apuntes de Espada sobre la profesión me alegro de haber hecho de ella una cosa más alegre, divertida y mentirosa durante mis años fértiles en el periódico donde ahora se dedica a él a poner las tildes sobre las esdrújulas. Inventé entrevistas, personajes y situaciones, exageré todo lo que pude exagerar, coloreé mis crónicas con infamias y desvergüenzas que no siempre eran verdad, pero que al menos hacían pasar un buen rato a los lectores y una irritación deontológica a mis jefes. Por último, señalar que hace un año coincidí con Espada en un acto y le eché el humo a la cara esperando una reacción. Lo único que hizo fue agachar la cabeza y mesarse el pelo. Le pregunté sobre la verdad, luego, y mientras hablaba no pude evitar fijarme en el abundante vello de sus brazos. Antes de que terminara, le interrumpí para contar chistes machistas y él se levantó de la mesa con cara de dividir entre trece. Conclusión: la verdad es para pringados. Me gustan los prejuicios y simplificar las cosas al máximo; opino, pues, que mi profesión podría dividirse entre los que como yo nos la tomamos con humor y los que como Espada hacen de ella un coñazo rutinario dedicado en exclusiva al cacareo de una realidad mediocre. Y es sabido que el lado oscuro chana infinito más que la monjita de Obi Wan.

No se crean: he tenido que hacer intensos esfuerzos intelectuales para clarificar mi mente y elaborar esta teoría; no todo en mí es palabrería frívola e inane. Fue cerca del año ochenta y cinco cuando preñé a mi novia Melisa y descubrí las posibilidades prácticas de la mentira. Los padres de Melisa, que por entonces aún iba al instituto, eran gente muy tradicional, y si no aceptaban de modo alguno nuestra relación menos aún iban a tragar con el embarazo; sin embargo, contábamos con la ventaja de que también eran gente despreocupada. Me explico. Por entonces los abortos no estaban tan en boga como hoy, y la chica era una sentimental, por lo que decidimos seguir adelante con el niño. Así, la solución al conflicto con su familia fue tan sencilla como descabellada: sencillamente, no se lo contamos. Cuando acudía a comidas familiares, sus estrambóticos parientes la azuzaban con comentarios del tipo: «deja de comer ya, que te estás poniendo como una foca». Y todos tan felices. La familia, por su parte, sigue sin tener noticias del churumbel. Ahora, que si bien yo había permanecido alerta al doble filo de la verdad, mi mujer no siempre fue tan astuta. Poco después del parto tuvo la osadía de confesarme dos cosas: la primera, que albergaba dudas acerca de la paternidad del niño, pues había mantenido relaciones con otro hombre; y la segunda, que me amaba profundamente, vamos, que me quería, vamos, que estaba enamorada. Tuvo lo que se dice un arranque de sinceridad, y lo pagó caro: yo no pude soportar la presión y me largué de casa. ¿Cómo podía decirme semejante barbaridad y al mismo tiempo pretender que me quedase a su lado? Me refiero: ¿cómo podía decirme que me quería y al mismo tiempo pretender que me quedase a su lado? El anacoluto atentaba seriamente contra mis principios. Por lo demás no tuve inconveniente en aceptar la no-paternidad del niño; al fin y al cabo ello me permitió abandonar el hogar sin cargo de conciencia alguno, retomando así la despreocupada vida de soltero que, en realidad, nunca había dejado atrás.

¿Qué habría sucedido si Melisa hubiese ocultado la verdad? ¿Qué habría sido de mi vida si no hubiese confesado sus sentimientos ante mi terror adolescente (por entonces yo contaba con escasos treinta años a mis espaldas)? Probablemente ahora mismo estaría corrigiendo con fruición las esquizofrenias literarias que los compañeros de prensa deslizan entre informaciones cada vez más deformadas y alejadas de la realidad merced a sus ambiciones estéticas, al igual que un Arcadi Espada cualquiera, en lugar de aquí, eructando mamarracheces en un blog de prestigio sin cobrar un duro. Habrá quien considere mi posición del todo patética o retrasada, y tendrá su razón; mas no dejará de preguntarse ese obtuso si es verdad lo que escribo o por lo contrario fingimiento de poeta, y he ahí el motivo de mi superioridad moral sobre aquellos que veneran la verdad como medida redentora para la miseria humana: yo soy la sal que envenena sus dietas; yo dinamito el mundo desde dentro. Pero de verdad. O más o menos. Ya me entienden. Así.

viernes, septiembre 05, 2008

Ética y política (II)


Y la lata de Pepsi le dijo a la lata de Coca-Cola: «No me mientas; tú has estado con una lata Coque del Día de treinta céntimos».
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